lunes, 14 de junio de 2010

EL CUERPO: UNA EXPRESIÓN EMOCIONAL

Las personas tenemos una respuesta somático-emocional a los estímulos en el ámbito primario y celular y también tenemos la capacidad de transformar respuestas en una conducta personal adecuada. A través de este proceso organizativo incorporamos experiencia y la manejamos de una manera concreta.”
Stanley Keleman


Contemplar una puesta de sol frente al mar, galopar por la montaña, reclinar la cabeza cansada en el hombro de tu compañer@, acoger la mano temerosa de tu hij@, separarse de un amig@, llorar una muerte o una distancia… Sentir la belleza, el infinito, la libertad, el afecto, el consuelo, el miedo, el dolor, acoger, entristecerse, compartir….

Las emociones básicas del ser humano se vinculan a las necesidades de supervivencia, identidad, afecto y transcendencia y tienen que ver con la satisfacción de las necesidades primarias (hambre, sed, sueño,…), la experiencia de seguridad y protección, el respeto y la estima propias y del grupo, la sensación de pertenencia a una comunidad, la confianza, la intimidad y el desarrollo de las propias capacidades, la creación y la búsqueda de ideales... A las emociones elementales, miedo, rabia, dolor y alegría, se unen en la edad adulta emociones más evolucionadas, sutiles y complejas, como la compasión, el placer estético, la comunión, el arrepentimiento o la vergüenza….

La emoción es un impulso, un movimiento del cuerpo hacia el exterior, una reacción frente al entorno. Cada emoción tiene su desarrollo en una respuesta instintiva, frente al miedo reaccionamos con la huida; frente al daño con la defensa, la agresión a la fuente del dolor; la alegría nos conduce a la actividad y el contacto, a la euforia; la tristeza a la inacción y el asilamiento... La emoción es, en palabras de Jaime Guillén, resumiendo las tesis de Stanley Keleman, una respuesta automática y una condición física con unas pautas orgánicas precisas.

Sentimos la emoción en el cuerpo como un cambio, en la respiración, en el pulso del corazón, rubor en las mejillas, calor o sudor en las manos, o en el cuerpo, frio, tensión muscular en el cuello, en el diafragma, crispación en las manos, endurecimiento en las piernas, expansión en el pecho, apertura en la garganta… en cientos de pequeños movimientos, adaptaciones, gestos… que nos disponen para una acción.

Este impulso conlleva una gran carga energética; al movilizar sus recursos para la respuesta el cuerpo genera energía, activa sus sistemas e inicia un movimiento. A veces su fuerza expresiva es tal que nos desborda y genera una conducta de la que nos cuesta sentirnos y hacernos responsables. Esta reacción del sistema nervioso autónomo se produce automáticamente, sin intervención de la voluntad y puede no ser adecuada, bien porque la valoración de la situación presente esté distorsionada por experiencias previas a las que se asocia, bien porque existan posibilidades y recursos para solucionar el conflicto en un nivel superior: en vez de la agresión, la negociación; en vez de la euforia, la creación y el encuentro; en vez de la huida o el aislamiento, pedir apoyo, protección o consuelo, utilizar los propios recursos en soluciones nuevas….

Por otra parte, existe un componente cultural en la socialización de la emoción. Para cada cultura existen emociones valoradas, cuya expresión se permite y estimula y emociones reprobadas, cuya sola verbalización es rechazada. Estas emociones, consideradas inapropiadas por el medio social, por la madre en primera instancia, llegan a ser reprimidas tan en su origen que ni siquiera las percibimos como tales y se enmascaran en una emoción parásita que oculta nuestra autentica percepción y respuesta.

Vemos que entre el inicio de la activación para la respuesta y la descarga final del impulso se pueden producir bloqueos y controles que repriman o canalicen la energía hacia otras respuestas distorsionadas o superiores. Sin embargo, una vez que la energía se ha movilizado necesita ser actuada. Toda emoción no expresada, sea en su forma primitiva o en su forma adulta y socializada, genera un desequilibrio en el organismo que puede traducirse en síntomas somáticos y/o comportamientos limitados o descontrolados.

Así pues, la primera pregunta es ¿cuál es la emoción que estoy sintiendo? Para este bucear en las profundidades de uno mismo, la mejor herramienta es la observación de las sensaciones corporales. El focusing, los somagramas, las técnicas de consciencia corporal, el masaje, nos acercan a la experiencia genuina de la emoción, ¿qué esta pasando en mi cuerpo mientras siento esta emoción, mientras vivo esta experiencia o este recuerdo? ¿dónde y como lo siento? ¿qué cualidades le atribuyo a esa sensación?

A veces necesitamos reconstruir el vocabulario corporal de la emoción. Ese lenguaje primigenio, básico para la supervivencia y común a toda la especie, cuya comprensión es inmediata, ha perdido su referente, se vuelve confuso y llegamos a no saber qué estamos sintiendo, qué significado tienen nuestras respuestas corporales.

Para entrenar esta capacidad de observación y ser capaces de atribuir correctamente los significados a nuestras emociones podemos trabajar a la inversa, invocando emociones concretas, básicas, y observando nuestro cuerpo. ¿Cómo me siento cuando evoco el miedo? ¿qué pasa en mi cuerpo cuando genero rabia? ¿qué cualidades tienen mis sensaciones de alegría o de tristeza?

Después vendrán las preguntas sobre cómo quiero actuar esta emoción. Conocer nuestras emociones, acercarnos a una expresión madura y controlada, es una parte importante del conocimiento de nosotros mismos y de nuestra relación con los otros.

Helena Guerra

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