Nuestra
amiga Cristina Nuñez, del diario HOY, nos envía una interesante pregunta que os
invitamos a contestar:
“Últimamente no hago otra
cosa que oír a madres decir la pena que les da que los niños crezcan, que les
dejarían congelados en los primeros meses de vida. Mi hijo cumplió ayer 18
meses y no hay nada que me haga más feliz que verle crecer sano. Sé que se hará
mayor y yo vieja, pero son las leyes de la vida. Y mal iríamos si no fuera así.
¿Qué explicación psicológica tienen esos sentimientos que te comento, ese miedo
a que los niños crezcan? No sé si es una especie de síndrome de Peter Pan.”
Mi
respuesta es compleja: desde el punto de vista antropológico y de la historia
de la familia la realidad es que en las sociedades pretecnológicas, como España
hace 80 años, los hijos eran vistos como un reemplazo: mano de obra para el
trabajo familiar (y también bocas que alimentar) y la garantía de subsistencia de
la generación anciana gracias al cuidado de los hijos en un estado sin
garantías de bienestar (si podéis, volved a ver Novecento). Los niños trabajaban desde muy pequeños, eran criados
por familias ajenas (amas de cría en el caso de los ricos, tías y abuelas en el
caso de los pobres) y muchos tenían que dejar su casa siendo aun niños para
trabajar como criados en casas extrañas… En otras culturas las niñas se casan
muy jóvenes y abandonan su hogar para ir a vivir a casa de su suegra… No sé
mucho acerca de los sentimientos de las madres en estas circunstancias (pero me
han entrado ganas de investigarlo).
¿Qué
les pasa a las madres de nuestra generación? Desde el luego, el concepto de
hijo ha cambiado, ahora son el centro de nuestras vidas: trabajamos para que
ellos tengan y accedan a todo lo que pensamos que necesitan, les aliviamos las
tareas, les evitamos los sufrimientos… de algún modo invertimos el proceso
natural de la crianza que debería orientarse a una autonomía progresiva que
permitiera a nuestros hijos no solo valerse por sí mismos sino ocuparse de
nosotros en nuestra vejez. La educación y la protección se prolongan en el
tiempo, mucho más allá de la edad adulta. Invertimos tanta energía en criarlos
y los colocamos en un lugar tan central de nuestro proyecto vital que parece
lógico que lleguemos a pensar que son parte de nosotros.
Por
otra parte, realmente han sido parte nuestra, los hemos llevado en nuestro
interior y alimentado con nuestro propio cuerpo. El nacimiento, la rotura del
cordón umbilical, es la primera separación, pero no la última. A medida que el
bebé y el niño crecen y ganan en autonomía, se van produciendo nuevos
distanciamientos: el niño gana su individuación alejándose de la madre y apropiándose
de su cuerpo, de su espacio, de su crecimiento y de sí. Y como en toda
separación, hay una tristeza y es necesario hacer un duelo, tomar conciencia de
la pérdida y reconocer nuestros sentimientos. Cuando este duelo no se hace la
pena queda.
Otro
elemento puede ser el temor al cambio, cada paso de una etapa a otra de la
crianza requiere una adaptación personal y de la vida familiar. De la
triangulación de la pareja, con el nacimiento del primer hijo, pasamos a la
incorporación de cada uno de los hermanos y luego a su emancipación; de la
primera crianza del bebé pasamos a la del hijo en edad escolar y luego a la del
adolescente… Son demandas, tareas, situaciones vitales diferentes que nos
obligan a ajustarnos a las nuevas circunstancias y que, a veces, además nos
confrontan con situaciones personales (la necesidad de volver al trabajo una
vez que nuestro papel en la crianza disminuye, una relación de pareja vacía que
queda en evidencia cuando tenemos más tiempo para estar solos...). En todo caso
siempre ponen a prueba nuestras competencias y desestabilizan nuestro
equilibrio.
Un
tercer factor es la sensación de haber perdido la oportunidad de vivir
plenamente una etapa. Cuando cada ciclo llega a su fin nos damos cuenta de que
no hemos estado suficientemente atentos, que quizás no hemos dedicado el tiempo
necesario o no lo hemos hecho con plena presencia. Y vemos que ya es tarde, que
no podremos recuperarlo ni reparar nuestros errores.
El
crecimiento de nuestros hijos nos enfrenta a la idea del envejecimiento y la
muerte. Ellos se desarrollan, nosotros vamos declinando, nuestros padres van
envejeciendo y muriendo; de pronto, casi repentinamente, en estos años de la
crianza, nos damos cuenta realmente de que en algún momento nosotros vamos a
ser la generación anciana, el soporte de la familia, sin nadie que nos respalde
y abocados a nuestro final.
Una
madre amiga, con la que he comentado la pregunta, añade la última visión: a
medida que el niño crece se enfrenta a más dificultades y sufrimientos y es más
difícil protegerlo. En este caso la pena es por los hijos que, según esta idea,
serían más felices en su infancia.
pero ¿que triste no? ufff que bajón que da esto del crecimiento de los hijos, y que bien explicado por Helena, aunque no por ello se nos quita el disgusto. Mayte
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